miércoles, 27 de septiembre de 2006

Sombras y luces


Hace un par de días salió la noticia de que, según un ciclista que hace meses destapó todo el escándalo en torno al dopaje en el equipo Kelme, Abel Antón, Martín Fiz, Alberto García y Reyes Estévez también habrían rondado el entorno del doctor Eufemiano Fuentes, cuyos métodos para mejorar el rendimiento de algunos deportistas andan en la picota. (ver noticia)
Al día siguiente, ayer, el ciclista en cuestión -un tal Manzano- se desdecía en lo referente a Martín Fiz, pero se ratificaba en el resto de nombres. No sé qué es lo que hay de cierto en todo esto. No tengo una bola de cristal, pero en este caso no tengo reparos en aplicar la presunción de inocencia para todos ellos pues, francamente, son referentes y gente que me cae muy bien.
Bien es cierto que Alberto García ya fue sancionado durante dos años por dar positivo. Me encantaba verle correr antes de la sanción, y ahora me gustaría que, una vez transcurrida, pudiera volver hacerlo de la misma forma. Desgraciadamente, parece que su tiempo puede haber pasado. Ojalá resurja, porque me demostrará que no es necesaria ayuda extra para estar ahí arriba.
Lo de Martín Fiz me costaba creerlo, pero sí que es cierto que verle en esa plenitud de facultades a sus años, da una envidia bastante sana, que a veces no lo es tanto.
De cualquier forma, y mientras no se demuestre lo contrario, para mí todos ellos son referentes del atletismo español, grandes campeones, y grandes deportistas, que han brillado con luz propia. Sin sombras.
Abel Antón y Martín Fiz

martes, 26 de septiembre de 2006

Barcenillas - La Miña

(21 de septiembre de 2006)

Después de cinco días sin calzarme las zapatillas, las ganas -unidas a un ligero sentimiento de culpabilidad por tantos días de inactividad- han vencido a esa inercia o dejarse llevar tan propios de estos días de vacaciones. No me levanto tarde (normalmente entre las 9 y 9:30) pero al final el día pasa volando y, si lo pienso, tampoco es que haga demasiadas cosas.

El caso es que a media tarde (7:40 p.m. aproximadamente) he salido de casa de mis suegros en Barcenillas (Cantabria). Es un pueblo muy pequeño, pegado a la carretera, y enclavado en el valle de Cabuérniga. Una auténtica maravilla (el pueblo y el valle) que merece la pena visitar alguna vez.

Del pueblo sale un camino hacia el monte. Es una pista por la que se puede caminar, correr o montar en bicicleta con mucha comodidad. Está muy bien conservada, y da gusto moverse por allí, porque no dejas de ver a ambos lados del camino árboles y más árboles: castaños, robles, hayas, higueras, y durante esta época del año zarzas cargaditas de moras enormes y maduras, que si no fuera porque iba corriendo...

Empiezo con los diez minutos de rigor para ir suave mientras caliento, pero creo que rondar las 150 p.p.m. no es precisamente lo que se puede considerar correr suave. Siempre me pasa lo mismo: después de muchos días sin salir a correr pienso que mis piernas tienen una memoria prodigiosa, y que voy a estar igualito que cuando lo hice por última vez. Y no es así. El descanso está muy bien, ya lo dicen las revistas especializadas, pero luego olvido esa parte del artículo que habla de que hay que volver poco a poco, que si no es peor. Que me lo digan a mí.

Aún así, como me siento razonablemente bien, continuo a un ritmo más o menos constante. El camino es bastante llano, con alguna subidilla suave y constante. Me encuentro con algún perro ladrador, y como no quiero comprobar si el refrán es cierto, disminuyo un poco el ritmo, casi parando, hasta que pasa el peligro. Las vacas y los terneros me miran con una expresión de extrañeza, como si pensaran “dónde irá éste con tanta prisa”.

Me he propuesto subir a Lamiña, un pueblo que está muy cerca de Barcenillas, aunque bastante más alto. Así que ya sé que me va a tocar subir. Cuando llego al desvío, no lo tomo, y sigo por el camino principal, porque pienso que me va a sobrar tiempo. El año pasado hice el mismo recorrido con la bici, y me propongo llegar al menos hasta donde lo hice pedaleando. Pero al final me sabe a poco, y sigo. Y empieza una subida de las de órdago.

Después de varias curvas tipo siete revueltas, me doy cuenta de que ya está bien, que hay que levantar el pedal del acelerador, y llego incluso a parar de correr. Continuo unos 150-200m andando a buen paso, y media vuelta, que va siendo hora de volver.

La bajada es bastante pronunciada e incómoda. Sólo me gusta bajar con la bici; ni andando ni corriendo me siento a gusto, sobre todo si la bajada tiene mucha pendiente y dura bastantes metros (como sucedió en la carrera del Rock & Roll.) Por fin vuelvo al llano, y ya veo el desvío a Lamiña. Esta vez sí que lo tomo. Me apetece mucho hacer la subida, aunque me aterra la rapidísima bajada por carretera (todavía recuerdo que el año pasado me puse a más de 40km/h con la bici; entonces para mí era mucha velocidad; ayer casi alcanzo los 57 km/h ...)

Empiezo la ascensión. La pista sigue siendo excelente, y las subidas son menos duras que si las hiciera con la bici. Mucho sube-baja (no lo recordaba; pensé que sería subida más constante); un par de cervatillos se asustan al oírme llegar y huyen del camino para ocultarse rápidamente entre la vegetación. Después de un buen rato preguntándome cuándo narices llegaré al pueblo, y tras una cuesta abajo de ésas que tanto me fastidian, veo las primeras casas. Luces en las ventanas, pero ni un alma en la calle. El día no acompaña, y en cualquier momento los nubarrones grises pueden descargar (Dios mío, que no me pillen, que aún me quedan algo menos de dos kilómetros.) No sé si serán coletazos del huracán Gordon, pero prefiero no comprobarlo.

Inicio el descenso por la tan temida carretera. Adelanto a un señor mayor que me mira con cierta extrañeza. Por esta zona no deben ver muchos corredores. Para mi sorpresa, la bajada no es tan pronunciada como yo pensaba, y la carretera está en un estado de conservación tan bueno que da auténtico gusto coger velocidad mientras caen los metros a un ritmo vertiginoso. Apenas sin darme cuenta, ya casi he completado el kilómetro y medio que separa ambos pueblos, y estoy llegando a mi destino.

Mi rodilla izquierda ha ido recordándome a ratos que está ahí, que no se ha ido. Yo pensaba que sería más bien algo psicológico, y que debía seguir sin hacer demasiado caso. Pero ha sido llegar a casa y empezar el dolor, todo uno. No sé qué es lo que me pasa, pero me preocupa, porque subir y bajar las escaleras ha sido doloroso. No entiendo cómo puedo correr 45 minutos tan normal, y al parar sentir ese dolor en la rodilla. No quiero tener que parar otra vez. Mañana pensaba correr por la playa...

En resumen, unos 45 minutos corriendo, y unos 8 km, aunque tampoco lo tengo claro, porque mi cuentapasos no parece un compañero apto para mis carreras. Luego, estiramientos y abdominales, mientras oía reconfortado el caer de la lluvia, de la que finalmente me he librado. Ducha reconfortante, chorro de agua caliente y luego fría en las piernas, cena, y tras el masaje que Ana me ha dado con el milagroso aceite de romero, espero que mañana mi rodilla no diga ni .

lunes, 25 de septiembre de 2006

La Melonera

(Carrera Popular “La Melonera” - Trofeo Hipercor. 16 de septiembre de 2006)

Desde que la vi anunciada, me pareció buena idea participar en esta carrera. Como si se tratara de un festejo más encuadrado en las fiestas del barrio de La Melonera, distrito de Arganzuela, esta carrera popular parecía tener buena pinta, dado su marcado carácter festivo. Pero lo que no imaginaba es que fuera tan, tan popular...

Llevaba toda la semana en el dique seco a causa de una inoportuna tendinitis en la rodilla izquierda, provocada por mis excesos, es decir, por salir a correr a lo bestia después de muchos días sin haber practicado otro deporte que no fuera pádel. El día anterior a la carrera me probé trotando durante algo más de media hora. Las sensaciones no fueron nada buenas, y me di cuenta de que como al día siguiente intentara subir alguna cuesta, arrancar fuerte con la pierna izquierda, o si hacía algún mal apoyo, iba a ver las estrellas, y la semana que había pasado descansando no iba a ser nada comparado con el reposo que tendría que hacer a partir de entonces.

Así que me encomendé al ibuprofeno y al automasaje con aceite de romero, que Ana me dijo que podría irme bien. Yo me lo creí, y el mismo día de la carrera, al levantarme, me sentía mucho mejor. Pero a medida que iba avanzando la mañana, cada vez lo veía menos claro. Aún así, me obligué a ir de corto, acompañando a Ana, que bastante sacrificio iba a hacer levantándose pronto, después de haber trabajado la noche anterior, corriendo la carrera, y después volviendo a trabajar esa misma noche.

Aunque sólo fuera por ella, tenía que intentarlo. Si no, siempre podría hacer de reportero gráfico, tal y como hizo ella cuando corrí el Trofeo San Lorenzo, en el mes de julio.

Según nos aproximábamos a la zona por donde iba a desarrollarse la carrera, no parábamos de cruzarnos con gente que andando o calentando, con su dorsal ya puesto, se dirigía hacia la salida. Faltaban algo más de veinte minutos, así que aplicamos la sabiduría popular, esa que dice que a la salida de la carrera se va siguiendo al resto de la gente, y nos encontramos con lo que más o menos esperábamos: una auténtica marea humana. Los voluntarios nos apremiaban, porque la carrera iba a empezar en sólo cinco minutos, y si no nos poníamos detrás de la línea de salida (pero ¿hay línea de salida?, porque yo no la veo) no empezaría la carrera. Sorteando las cintas que delimitaban la zona de carrera, retrocedimos por la acera hasta que decidimos que ya era hora de mezclarnos con la marabunta de corredores, dispuestos a comernos literalmente los 7350 metros que teníamos por delante.

Momentos de tensión, de ansiedad, y no por empezar a correr para hacer una gran marca, sino para que el aire empezara a correr, porque tanto corredor por metro cuadrado ya empezaba a agobiar, la verdad.

Mi táctica de carrera estaba bien clara: seguir al ritmo de Ana, mientras que la rodilla me aguantase, porque tampoco estaba yo para alegrías, y seguramente podría aguantar su ritmo, aunque no las tenía todas conmigo.

A partir de ese momento, la carrera se desarrolló tal y como se preveía, teniendo en cuenta que, a ojo de buen cubero, seríamos unos tres mil corredores. Vamos, que más que una carrera parecía un slalom gigante, sorteando corredores, retrovisores, pivotes de las aceras... en definitiva, casi una carrera de obstáculos. Apenas llevábamos unos cientos de metros, y vimos como de una bocacalle, a nuestra izquierda, salían los primeros clasificados. Qué depresión.

Con tanto adelantar y sortear obstáculos, no puedo decir que me enterara mucho del recorrido. Iba más pendiente de no perder de vista a Ana, y sólo fui consciente de dónde me encontraba en un par de tramos del recorrido: uno cuando pasamos por delante de la estación de tren de Pirámides, y el otro cuando bajábamos por la calle Embajadores. Y poco más; sí me di cuenta de un par de subidas un poco más pronunciadas, pero que no hicieron que mi rodilla se resintiera. El avituallamiento no fue precisamente de lo mejor: justo al comienzo de una cuesta, sólo en un lado de la calle... vamos, el anti-avituallamiento. Cinco kilómetros esperando para que luego se montara el jaleo padre.

Había gente apoyando en las calles, pero sin exagerar. En la zona de meta, el parque de Arganzuela, sí que se juntaron muchos animadores; por lo que parecía, familiares de los corredores (eso, de momento, Ana y yo lo tenemos que echar en falta, pero ya llegará).

Y como cierre, después de cruzar la línea de meta, para hacer honor al nombre de la carrera, aparte de las ya típicas bebidas para reponer, y de la clásica camiseta de recuerdo, nos repartieron un par de rajas de melón, que no veáis qué bien sientan después de tanto correr esquivando.

Conclusión general: no creo que vuelva a esta carrera el año que viene, pero al menos ha servido para confirmar que lo de correr la San Silvestre Vallecana es una locura. Prefiero, al menos por ahora, eventos menos concurridos. Carrera en Villanueva del Pardillo a la vista...