martes, 26 de septiembre de 2006

Barcenillas - La Miña

(21 de septiembre de 2006)

Después de cinco días sin calzarme las zapatillas, las ganas -unidas a un ligero sentimiento de culpabilidad por tantos días de inactividad- han vencido a esa inercia o dejarse llevar tan propios de estos días de vacaciones. No me levanto tarde (normalmente entre las 9 y 9:30) pero al final el día pasa volando y, si lo pienso, tampoco es que haga demasiadas cosas.

El caso es que a media tarde (7:40 p.m. aproximadamente) he salido de casa de mis suegros en Barcenillas (Cantabria). Es un pueblo muy pequeño, pegado a la carretera, y enclavado en el valle de Cabuérniga. Una auténtica maravilla (el pueblo y el valle) que merece la pena visitar alguna vez.

Del pueblo sale un camino hacia el monte. Es una pista por la que se puede caminar, correr o montar en bicicleta con mucha comodidad. Está muy bien conservada, y da gusto moverse por allí, porque no dejas de ver a ambos lados del camino árboles y más árboles: castaños, robles, hayas, higueras, y durante esta época del año zarzas cargaditas de moras enormes y maduras, que si no fuera porque iba corriendo...

Empiezo con los diez minutos de rigor para ir suave mientras caliento, pero creo que rondar las 150 p.p.m. no es precisamente lo que se puede considerar correr suave. Siempre me pasa lo mismo: después de muchos días sin salir a correr pienso que mis piernas tienen una memoria prodigiosa, y que voy a estar igualito que cuando lo hice por última vez. Y no es así. El descanso está muy bien, ya lo dicen las revistas especializadas, pero luego olvido esa parte del artículo que habla de que hay que volver poco a poco, que si no es peor. Que me lo digan a mí.

Aún así, como me siento razonablemente bien, continuo a un ritmo más o menos constante. El camino es bastante llano, con alguna subidilla suave y constante. Me encuentro con algún perro ladrador, y como no quiero comprobar si el refrán es cierto, disminuyo un poco el ritmo, casi parando, hasta que pasa el peligro. Las vacas y los terneros me miran con una expresión de extrañeza, como si pensaran “dónde irá éste con tanta prisa”.

Me he propuesto subir a Lamiña, un pueblo que está muy cerca de Barcenillas, aunque bastante más alto. Así que ya sé que me va a tocar subir. Cuando llego al desvío, no lo tomo, y sigo por el camino principal, porque pienso que me va a sobrar tiempo. El año pasado hice el mismo recorrido con la bici, y me propongo llegar al menos hasta donde lo hice pedaleando. Pero al final me sabe a poco, y sigo. Y empieza una subida de las de órdago.

Después de varias curvas tipo siete revueltas, me doy cuenta de que ya está bien, que hay que levantar el pedal del acelerador, y llego incluso a parar de correr. Continuo unos 150-200m andando a buen paso, y media vuelta, que va siendo hora de volver.

La bajada es bastante pronunciada e incómoda. Sólo me gusta bajar con la bici; ni andando ni corriendo me siento a gusto, sobre todo si la bajada tiene mucha pendiente y dura bastantes metros (como sucedió en la carrera del Rock & Roll.) Por fin vuelvo al llano, y ya veo el desvío a Lamiña. Esta vez sí que lo tomo. Me apetece mucho hacer la subida, aunque me aterra la rapidísima bajada por carretera (todavía recuerdo que el año pasado me puse a más de 40km/h con la bici; entonces para mí era mucha velocidad; ayer casi alcanzo los 57 km/h ...)

Empiezo la ascensión. La pista sigue siendo excelente, y las subidas son menos duras que si las hiciera con la bici. Mucho sube-baja (no lo recordaba; pensé que sería subida más constante); un par de cervatillos se asustan al oírme llegar y huyen del camino para ocultarse rápidamente entre la vegetación. Después de un buen rato preguntándome cuándo narices llegaré al pueblo, y tras una cuesta abajo de ésas que tanto me fastidian, veo las primeras casas. Luces en las ventanas, pero ni un alma en la calle. El día no acompaña, y en cualquier momento los nubarrones grises pueden descargar (Dios mío, que no me pillen, que aún me quedan algo menos de dos kilómetros.) No sé si serán coletazos del huracán Gordon, pero prefiero no comprobarlo.

Inicio el descenso por la tan temida carretera. Adelanto a un señor mayor que me mira con cierta extrañeza. Por esta zona no deben ver muchos corredores. Para mi sorpresa, la bajada no es tan pronunciada como yo pensaba, y la carretera está en un estado de conservación tan bueno que da auténtico gusto coger velocidad mientras caen los metros a un ritmo vertiginoso. Apenas sin darme cuenta, ya casi he completado el kilómetro y medio que separa ambos pueblos, y estoy llegando a mi destino.

Mi rodilla izquierda ha ido recordándome a ratos que está ahí, que no se ha ido. Yo pensaba que sería más bien algo psicológico, y que debía seguir sin hacer demasiado caso. Pero ha sido llegar a casa y empezar el dolor, todo uno. No sé qué es lo que me pasa, pero me preocupa, porque subir y bajar las escaleras ha sido doloroso. No entiendo cómo puedo correr 45 minutos tan normal, y al parar sentir ese dolor en la rodilla. No quiero tener que parar otra vez. Mañana pensaba correr por la playa...

En resumen, unos 45 minutos corriendo, y unos 8 km, aunque tampoco lo tengo claro, porque mi cuentapasos no parece un compañero apto para mis carreras. Luego, estiramientos y abdominales, mientras oía reconfortado el caer de la lluvia, de la que finalmente me he librado. Ducha reconfortante, chorro de agua caliente y luego fría en las piernas, cena, y tras el masaje que Ana me ha dado con el milagroso aceite de romero, espero que mañana mi rodilla no diga ni .

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